En octubre de 2016, la Academia Sueca anunció la entrega del Premio Nobel de Literatura al cantautor Bob Dylan “por haber creado nuevas expresiones poéticas en el marco de la gran tradición musical americana”. La sorpresa fue mayúscula: por primera vez, un músico se hacía con el más prestigioso galardón de las letras. La polémica tampoco se hizo esperar, y no faltaron voces que cuestionasen la decisión, planteando sarcásticamente si los novelistas podrían entonces aspirar al Grammy.
Dicha controversia ha alimentado debates necesarios a propósito de los límites entre poesía y canción, si bien el debate es más amplio. ¿Qué es exactamente la literatura? ¿Significa hoy lo mismo que en 1901, cuando se entregó el primer Nobel?
Alta y baja cultura
Tales preguntas remiten a mucho antes de 2016. A finales de los cincuenta, un grupo de profesores de la Universidad de Birmingham fundó un nuevo campo de estudio interdisciplinar, los Estudios Culturales, desde donde comenzaron a plantearse nuevas preguntas: ¿qué papel estaban llamados a desempeñar la televisión y otros medios de comunicación de masas? ¿Está justificado diferenciar entre alta cultura y cultura popular? ¿Cómo interactúan la cultura y el poder?
Los debates vigentes en torno a la literatura están íntimamente relacionados con aquellos. En ocasiones, los libros se han convertido en lo que el sociólogo francés Pierre Bourdieu denominó “capital cultural”, esto es, en un símbolo de estatus social. La etiqueta “literatura” se utiliza a menudo como sello de distinción y calidad, coto vedado frente a obras consideradas vulgares o menores (del mismo modo que hay quienes hoy niegan que el reguetón sea música). El cómic no logró su admisión en tan selecto club hasta hace bien poco, gracias a un rebranding bajo la más respetable denominación de “novela gráfica”.
Según la primera acepción de la RAE, la literatura es el “arte de la expresión verbal”. A su vez, verbal es aquello “que se refiere a la palabra, o se sirve de ella”. Parece entonces que el rasgo definitorio es la expresión mediante la palabra (no necesariamente escrita), así que el Nobel puede permanecer en casa de Dylan.
Pero ¿qué hacemos con otras formas de expresión basadas en la palabra? Si artes performativas como el teatro o la canción de autor pueden considerarse literatura, ¿dónde está el límite?
Jugar con las palabras
Según datos de la consultora Newzoo, más de tres mil millones de personas (cerca de la mitad de la población mundial) juegan a videojuegos. La FAD asegura que en España juegan el 77 % de los jóvenes, lo que convierte a los videojuegos en un fenómeno cultural de enorme relevancia. ¿Qué tiene que ver todo esto con el “arte de la expresión verbal”? Retrocedamos unas décadas.
Los primeros videojuegos se desarrollaron en los cincuenta, y ya entonces surgen dos géneros diferenciados: uno más orientado a la acción (por ejemplo, el pionero Tennis for Two, de 1958) y otro basado en la lectura, las denominadas “aventuras conversacionales”. Estas últimas constaban exclusivamente de texto escrito, y la labor del jugador era leer y tomar decisiones utilizando el teclado.
La inclusión de imágenes en los juegos de aventura no llegará hasta 1980 con Mystery House, pistoletazo de salida para la conocida como “aventura gráfica” que vivirá su edad dorada en los noventa: los dos primeros Monkey Island (1990, 1991), Day of the Tentacle (1993), Full Throttle (1995), Grim Fandango (1998), etc. Pese a los avances tecnológicos, persisten varios rasgos heredados de las aventuras conversacionales, incluido el papel preponderante del texto.
Jugar a alguno de estos títulos no dista tanto del disfrute de un libro: la lectura, la pausa, la posibilidad de retroceder… El jugador invierte la mayor parte del tiempo en diálogos con diversos personajes en busca de información, historias o chascarrillos que muchas veces ni siquiera son necesarios para progresar, en un proceso análogo a la lectura de notas al pie.
Varias aventuras gráficas clásicas tienen además vínculos directos con la literatura: La abadía del crimen (1987) es una adaptación de El nombre de la rosa de Umberto Eco, mientras que las legendarias batallas de insultos de The Secret of Monkey Island fueron escritas por Orson Scott Card, el gran autor de ciencia ficción. En Myst (1993), la propia dinámica de juego gira en torno a dos libros.
Literatura en pantalla
En años recientes, se ha popularizado un nuevo subgénero de aventura, el “videojuego narrativo” o story-rich, ligado a autorías y productoras independientes. En Papers, Please (2013), un policía de fronteras de un ficticio régimen dictatorial lidia a diario con terribles dilemas morales. Firewatch (2016) nos sitúa en el papel de un guarda forestal que indaga en una conspiración a golpe de walkie-talkie. En Return of the Obra Dinn (2018), el jugador debe reconstruir una tragedia en alta mar con ayuda de un libro incompleto y una peculiar brújula. En todos estos casos, la limitada jugabilidad y el precario apartado visual quedan en un segundo plano frente al marcado protagonismo de las palabras.
El ejemplo por excelencia probablemente sea The Stanley Parable (2011). El jugador se convierte en un trabajador en una oficina extrañamente desierta, y debe recorrer varios pasillos mientras trata sin éxito de interactuar con su entorno (el sistema de juego no permite saltar ni correr), acompañado por la voz de un enigmático narrador. Al llegar a una sala con dos puertas abiertas, la voz en off indica que “entonces, Stanley entró por la puerta de la izquierda”.
El jugador puede optar por seguir las instrucciones o desobedecer provocando la ira del narrador, como en el desenlace de Niebla, de Miguel de Unamuno. Cada decisión abre nuevos caminos que darán lugar a decenas de finales posibles, exactamente igual que en los conocidos libros de “elige tu propia aventura”. Lo fragmentario y desordenado de la historia, así como el espíritu lúdico, remite a Rayuela, de Julio Cortázar. La experiencia de juego está atravesada por rasgos literarios (posmodernos) descritos por críticos como Mijaíl Bajtín o Linda Hutcheon: metaficción, intertextualidad, parodia…
Uno de sus creadores es Davey Wreden, graduado en Estudios Críticos artísticos y autor también de The Beginner’s Guide (2015), en el que el jugador recorre niveles de videojuegos fallidos para conocer mejor a su misterioso creador. En uno, la tarea consiste únicamente en recorrer una cueva virtual leyendo los innumerables comentarios dejados allí por otros jugadores frustrados.
Todas estas obras se basan, fundamentalmente, en el lenguaje. Asimismo, en años recientes se ha consolidado la llamada literatura digital o electrónica: libros con códigos QR, obras legibles con gafas de realidad virtual, poemarios en formato app… ¿No cabrían los videojuegos narrativos dentro de tal denominación?
El debate es pertinente y el impacto de los formatos digitales en nuestros hábitos de lectura es innegable. Del mismo modo que hoy admitimos las culturas orales o la música popular como literatura, tal vez un día hagamos lo propio con relatos interactivos como The Stanley Parable. La escritura siempre ha tratado de romper con lo establecido, y sabemos que la literatura puede ser más que palabras sobre un papel. A veces, conviene contradecir a la voz de nuestra cabeza y cruzar la puerta de la derecha, la que da paso a nuevas posibilidades inexploradas.
Andrés Porras Chaves, Profesor de Humanidades, IE University
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.